miércoles, 18 de julio de 2012

Retrato.



A pesar de su corta estatura, se dijo, la muchacha era bonita. Aun con aquellas sandalias de esparto, apenas alcanzaba el metro sesenta. Pero era una de esas chicas que tenían ese magnetismo que no sabes expresar con palabras.

Piel blanca, suave y tersa, siempre sonrosada en los pómulos y en la nariz. Siempre agradable al tacto.

Ojos del color del chocolate negro, con forma de almendra, coronados por filas de pestañas larguísimas. Cuando pestañeaba, sus párpados parecían las alas de las mariposas cuando volaban. 

Pelo castaño y fino que caía sobre los hombros en ondas suaves, y de vez en cuando, en algún tirabuzón. En verano, tendía a aclararse por la exposición al sol y la sal del mar.

Dientes blancos y perfectamente alineados, fruto de la ortodoncia adolescente, rodeados de unos labios delgados y suaves. Su boca era hipnótica, pensó. Producía en él un extraño efecto de sentir cómo todo pasaba a cámara lenta, excepto el movimiento de sus labios cuando hablaba. Muchas veces se olvidaba de escuchar lo que le contaba.

Tenía un cuerpo agradable a la vista, de curvas delicadas. Hombros finos, pecho poco exuberante, pero firme; cintura suave, caderas redondeadas, y piernas torneadas, como dos columnas griegas, sin rastro de estrías o de piel de naranja. Muslos tersos y gemelos fuertes, pero femeninos. Verla subida a unos tacones altos era un espectáculo.

Y por último, sus manos. Dedos largos y delgados de pianista, aunque en su vida había tocado ningún instrumento musical. Sus uñas, siempre cuidadas, llevaban en aquel momento un esmalte de color azul turquesa.

Cuando le vio acercarse de lejos, ella se colgó los auriculares del cuello y esbozó una enorme sonrisa, como si alguien hubiese pulsado un botón en su espalda que la hiciera sonreír de forma instantánea. Fue hacia él a paso acelerado, casi dando saltitos. Se situó frente a él y se puso de puntillas, pues ni siquiera las sandalias de tacón corrido eran suficientes para ponerla a su nivel. 

Y le besó, con esos labios suaves y delicados. Fue un beso modesto, pero largo. Uno de tantos. Él le colocó una mano en la nuca, y le rodeó la cintura con el brazo libre. Se separó de ella, y con una sonrisa tierna, la saludó:

- ¿Cómo estás, mi pizquito?

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