jueves, 28 de junio de 2012

El chico perfecto XII.

Una inexistente brisa helada me provocó un escalofrío que me recorrió toda la espina dorsal.

¿Mina es…? No, no puede ser cierto. Ni hablar.

- ¿Cómo que Mina y Kim son novias? –me atreví a preguntar. Mi voz apenas era más alta que un susurro.

- Que son pareja – Ryan levantó una ceja -. Como tú y Andrea.

- ¡Ya sé qué significa! – grité. No quería creérmelo.

- ¿No lo sabías? Pensé que Kim te lo había dicho. Por eso no te había contado nada.

Ryan me hablaba con total normalidad, pero aquello no lo era en absoluto. Kim, y Mina… mi Mina… debía de haber un error. Eso no podía estar pasando.

- No parecen… en fin, lesbianas – la palabra tembló en mi boca.

- Kim es lesbiana – corrigió -. Mina es bisexual. De todas formas, es un secreto. Nadie lo sabe salvo nosotros. Por eso fingen que no están juntas.

La cabeza me daba vueltas. Mi cuerpo se volvió de plomo.

No tengo nada en contra de los homosexuales. Es decir, nunca he conocido a ninguna persona homosexual, así que no tengo criterio para decir sin son buena o mala gente. Y tampoco me gusta generalizar. En fin, no dejan de ser seres humanos, como Ryan o como yo, y probablemente haya de todo.

Pero las relaciones homosexuales no terminaban de convencerme.

Lo de Mina y Kim me sentó como una patada en el hígado. ¿Cómo era posible que Mina y Kim fuesen pareja? No era posible. Siempre las había concebido como amigas, y que fueran novias no me entraba en la cabeza. Todas las miradas, todos esos gestos cómplices… lo tenía delante de las narices, y no me había dado cuenta.

Me había hecho una idea equivocada de Mina. Completamente. Y se me estaba viniendo abajo.

Un momento. ¿Es posible que…?

-TJ, ¿estás bien? – Ryan me observaba ceñudo.

Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano. Bufé.

- ¿Desde cuándo Mina y Kim…?

- Desde hace un año, más o menos.

- ¿Y por qué…? – le interrumpí, sin pararme a pensar en lo que decía.

La cara de Ryan era un cuadro. No podía cerrar la boca de su asombro.

- Pues porque se quieren, ¿qué otra razón hay? ¿Qué más da?

Sacudí la cabeza tratando de calmarme, pero me hervía la sangre. Me había dado cuenta de algo.

¿Y si resulta que la revelación me ha impactado tanto porque estoy empezando a sentir algo por Mina? Nunca me había parado a pensar detenidamente qué clase de relación teníamos. En principio pensaba que no era más que amistad, pero… ¿y si Mina realmente me gustaba, y yo no me había dado cuenta? ¿Y si esa imagen de madre que veía en ella era fruto de otra clase de sentimientos? ¿Sería por eso por lo que estaba fan furioso?

¿Y qué pasaba con Andrea?

Estaba hecho un auténtico lío, y necesitaba romper algo.

- ¿A qué viene esto, TJ?

Ryan también parecía estar muy mosqueado. Sus hombros estaban tensos y su boca era una fina línea blanca.

Vomité las palabras.

- Porque esto no es normal.

- ¿Cómo que no es normal? ¿Qué estás diciendo? - levantó la voz.

- Son mujeres, Ryan. Son chicas. Y son amigas nuestras. ¡No puede ser! ¡No es lo normal!

Ryan no estaba mosqueado. Estaba furioso. Los puños le temblaban y tenía los nudillos blancos.

- Jamás pensé que fueras tan homófobo – escupió -. Me has decepcionado. ¡Eres un mierda!

Se dio la vuelta y se largó dando zancadas.

Aquélla era la primera vez que vi a Ryan enfadado. Conmigo, para más señas. No me gustaba. No me gustaba en absoluto. Los ojos le brillaban de ira, y la línea de su mandíbula estaba tan tensa que daba miedo.

Probablemente me había pasado cuatro pueblos, pero yo también tenía mis razones para estar enfadado. Enfadado y confuso.

Me marché a casa dándole vueltas al tema. No me hacía ninguna gracia que Mina y Kim fueran pareja, y me asustaba el por qué. No quería pensar que era porque estaba colgado de Mina.

Sólo tenía una forma de averiguarlo. Todavía con la mochila a la espalda, crucé el salón de casa hasta el teléfono de la cocina. Marqué el número de Andrea, y esperé. El corazón se me encogió tanto que dolía. Las manos me sudaban, y tenía el labio dormido de morderlo.

Oí su voz al cuarto tono.

- ¿Diga?

Cantarina, dulce y suave. Así era la voz de Andrea. Una sola palabra fue suficiente para que el estómago me diera un vuelco y notara mariposillas. Las pulsaciones aminoraron, y sentí como todo mi cuerpo se relajaba.

Ahora no tenía ninguna duda. No estaba colgado de Mina. Estaba enamorado de Andrea. Y hasta las trancas.

- Hola, Annie, soy yo – respondí.

Sentí cómo se alteraba ligeramente al otro lado de la línea. 

- ¡Hola! ¿Estás bien? ¿Pasa algo?

Mi bolsillo vibró. Saqué el móvil, y la pantalla me mostró un mensaje de texto. Era de Ryan.

Mi reacción ha sido exagerada. Lo siento. ¿Me dejas invitarte a un café mañana? Solo, bien cargado. R.

Sonreí en silencio y dejé el móvil sobre la mesa.

- Nada. Todo va fenomenal.


Cuando me desperté el sábado aún estaba amaneciendo. Estiré el brazo y agarré el despertador. Eran las ocho menos cuarto de la mañana. Enterré la cara en la almohada, aunque sabía que, una vez despierto, no iba a volver a dormirme. Di un par de de vueltas hasta que me aburrí. Me levanté y fui al cuarto de baño. Me miré al espejo: pelo revuelto, cara hinchada y ojeras. Divino.

Después de una larga ducha, me puse un pantalón de chándal y una camiseta y bajé al piso inferior. A medio tramo de escalera mi nariz detectó un agradable olor a pan tostado. ¿Mi padre estaba despierto a las ocho de la mañana? ¿Un sábado?

Asomé la cabeza por la puerta de la cocina, y allí lo encontré, medio escondido detrás de un periódico y con un sándwich de pavo a medio comer. Bajó el diario cuando entré.

- Buenos días, hijo – sonrió, animado, y señaló el bocadillo - ¿Quieres uno?

No tenía demasiada hambre, pero antes de poder decir nada, ya se había levantado hacia la encimera y trasteaba con un par de rebanadas de pan. Me dejé caer sobre la silla.

- ¿Qué tal la cena anoche?

Giró la cabeza para que pudiera ver su mueca de asco. Me eché a reír.

- Seguro que no fue para tanto.

- Comimos muy bien, en el Harrington’s sirven un cordero espectacular – detalló mientras cortaba unos tomates -. Pero Dios me castigó, y sentó a la señorita McHuggins a mi lado.

- ¿Esa señora mayor que vive cerca de la plaza, la secretaria de tu jefe? – asintió -. Parece una ancianita agradable.

Dejó el cuchillo sobre la encimera y se tapó la nariz con los dedos imitando el tono de voz de la mujer. También copió su pose, apoyando todo el peso del cuerpo sobre un solo pie y con los brazos en jarras.

- Mi sobrina Claudia se casa este verano, ¡y estamos hasta arriba con los preparativos! Ayer fui con mi hermana a mirar los manteles para el convite, y no podíamos decidirnos entre el crudo y el hueso – levantó los brazos y recuperó su voz -. ¡Será posible! ¡Son exactamente el mismo color, maldita sea!

Estallé en carcajadas, y casi me caigo hacia atrás, con silla y todo. Él también se echó a reír, y chasqueó los dedos, decepcionado por no verme en el suelo. Le lancé una de mis zapatillas de andar por casa, y él la esquivó sin esfuerzo.

Mi padre siempre hacía esas cosas, pero hacía bastante tiempo que no lo veía tan ridículo, metiéndose en el papel de señora irlandesa. A decir verdad, me sentía orgulloso de que así fuera. Siempre he admirado a ese tipo de gente que se niega a madurar del todo, y mi padre era una de esas personas. También en cierto que, físicamente, mi padre parecía más joven de lo que era. Pelo castaño oscuro, sin apenas canas ni claros; ojos verdes, enormes y expresivos bajo unas gafas de pasta; perilla perfectamente cuidada y piel lisa, con unas pocas arrugas alrededor de la boca y junto a los ojos. Y más, cuando bromeaba de esa forma tan natural, muy poca gente diría que tiene casi 44 años.

Yo le admiraba por eso, pero lo de pasarse los sábados corriendo y chillando con los niños en el parque me parecía excesivo. Y aún no se lo había dicho.

- Oye, a todo esto, ¿qué haces levantado tan pronto?

- Como ayer llegué tarde de la dichosa cena y no sabía si te vería esta mañana, te dejé una nota – señaló con la cabeza una pegatina amarilla colgada de la nevera -. Ayer me dijeron que tenía que ir a la oficina. Los informáticos van a hacer no sé qué con los equipos y tengo que estar ahí para supervisar la copia de los datos. Tengo tantas ganas de ir como de que me den una patada en el hígado.

- ¿Un sábado? ¿Y después de una cena de empresa? - se encogió de hombros, y me dejó el sándwich sobre la mesa junto con un vaso de zumo- ¿Pero cuánto has dormido?

- Llegué a eso de las tres y media… unas cuatro horas.

- Qué cara tienen.

- Al menos no estaré solo – aclaró -. También les toca pringar a Bruce, a Diana y a algunos más.

Diana Martin. Era la madre de Ryan. Lo único que sabía sobre ella era su nombre, y no porque me lo dijera el propio Ryan. Me entristecí. 

- Bueno – se estiró, y se dirigió al pasillo -. Voy a prepararme antes de que se me haga tarde.

- Papá – dije, y sentí como toda la sangre de mi cuerpo subía hasta mi cara. Él se detuvo -. ¿Esta tarde vas a ir al parque?

- Sí, claro. ¿Por qué?

Tragué saliva y me preparé para las risas.

- Voy a ir esta tarde con los chicos. Ellos… en fin, querían jugar.

Esperé la burla, pero no llegó. Al contrario, mi padre me miró muy serio, con los ojos entrecerrados, como si le hubiese ofendido.

- De verdad, Thomas, qué crío eres. Jugar al fútbol con los niños es de inmaduros.

Salió corriendo muerto de risa antes de que mi segunda zapatilla le alcanzara.

Aún no sentía hambre, así que subí a mi cuarto a hacer tiempo. Adecenté un poco mi habitación. Había quedado con Ryan para hacer los deberes, y siempre que subía a mi habitación, se metía conmigo. Tampoco es que aquello fuera una leonera. Yo tenía mi orden dentro del desorden. El problema era que Ryan era demasiado organizado.

Aunque, claro, yo sólo había estado en su casa una única vez, y él en la mía ha estado cientos de veces. Sentí un cosquilleo en la nuca cuando me acordé de aquel día. Recuerdo que había algo raro en su casa, algo que no encajaba, aunque seguía sin recordar de qué se trataba.

Estaba metiendo la ropa sucia en el cesto cuando sonó el timbré. Bajé las escaleras y abrí la puerta.

- ¿Ryan?

Me interrumpió, intuyendo mi pregunta.

- Ya sé que habíamos quedado a las diez, pero es que – se encogió de hombros – me desperté a las cinco y no pude volver a dormirme. Incluso salí a correr una hora para pasar el tiempo. Cuando volví a casa me aburría mucho, así que he venido.

Antes de que pudiera quejarme, sacó una bolsa de papel marrón de su mochila. Inclinó la cabeza, y me miró a través de las espesas pestañas, alzando sus ojos azules.

- He traído croissants. Aún están calientes.

Ryan uno, TJ cero. ¿Quién podía decirle que no a esa cara? Dejé escapar una sonrisa.

- Anda, entra, capullo – le di un golpecito en el hombro mientras cruzaba el umbral -. Tienes suerte de que estuviera despierto.

- ¿Tú tampoco podías dormir? - se sentó en la mesa de la cocina y sacó un croissant de la bolsa.

- Me desperté y no logré volver a conciliar el sueño – partí el sándwich de pavo en dos triángulos -. Toma, ésta para ti.

Tenía la boca llena, así que me guiñó un ojo. Había pasado un mes desde que le conocí, y no había día en que no pensara en lo terriblemente atractivo que era Ryan. Y la envidia que me daba. Nunca he tenido problemas para reconocer cuándo un tío es guapo. Igual que puedo opinar objetivamente sobre una chica, puedo hacerlo también sobre un chico. Y a Ryan no le encontraba ningún defecto: piel pálida, pelo rubio suave, labios carnosos, dientes blancos y ojos azules como lagunas. Si yo fuera una chica, probablemente le iría detrás a Ryan.

Entonces me di cuenta de algo. Me había confesado que no tenía novia, pero no me especificó si era porque no le interesaba, o porque no ligaba. Y me costaba creer lo segundo. ¿De verdad que Ryan no tenía éxito con las chicas?

Mi padre bajó a paso rápido las escaleras y se acercó a la cocina, ya preparado para irse. Como se trataba de un asunto extraoficial, había cambiado la camisa y los pantalones de pinza por un polo verde y unos vaqueros oscuros.

- ¿Qué es eso que huele tan bien? – observó la bolsa de los croissants, y luego reparó en Ryan -. Buenos días, Ryan. Hace semanas que no te veía. ¿Cómo estás?

Ryan le dedicó su mejor sonrisa. El metal del piercing destelló.

- Hola, señor Jameson. Muy bien, gracias. La verdad es que he estado ocupado sacando a su hijo a pasear.

Mi padre me dio un codazo, y yo le devolví una mueca.

- ¿Los has traído tú? – señaló la bolsa de papel. Ryan se la acercó.

- Coja los que quiera.

- Gracias, me encantan estas cosas – envolvió uno en una servilleta, y tras pensarlo un momento, envolvió un segundo -. Creo que le voy a llevar uno a tu madre.

Ryan se echó a reír.

- Lo necesita. Estaba de muy mal humor cuando salió de casa esta mañana.

- ¿Tu madre ya se ha ido? – comprobó su reloj -. Entonces es mejor que me dé prisa. Si a la hora de comer os entra hambre, hay treinta dólares en el bote de la mesa de la entrada. Pedid una pizza, comida china, o lo que queráis, ¿vale? Y no esperéis a que yo vuelva, porque no sé cuánto tardaré – se colgó la cartera al hombro y nos despidió con la mano -. Sed buenos.

- Que tengas un buen día – respondí.

Después de apurar el desayuno pasamos gran parte de la mañana resolviendo integrales y otros problemas de matemáticas en mi habitación. Ryan se acomodó sobre mi cama, y yo aproveché el poco hueco libre de mi escritorio. Íbamos a empezar con los ejercicios de francés cuando sonó mi móvil. Leí el número en la pantalla, y en seguida lo deposité en la mesa y dejé que sonara. Sentí la mirada de Ryan clavada en la espalda. Giré la silla y me excusé:

- Es la quinta vez que me llaman los de la compañía telefónica para ofrecerme un cambio de contrato. Ya ni les cojo la llamada.

Por supuesto, era mentira, y por su reacción, Ryan debió de darse cuenta, aunque hizo como que se lo creía. Era Mina. Llevaba evitándola desde que me enteré de lo de ella y Kim, y desde entonces, me llamaba dos o tres veces al día. Simplemente no podía hablar con ella. No sabía qué decirle o cómo tratarla, ahora que sabía lo suyo. De repente, me sentía muy incómodo cuando pensaba en ella…

Eso hizo que me deprimiera. Le tenía un cariño especial a Mina, y enterarme de que le gustaban las chicas había sido un chasco enorme.

Un tono volvió a sonar, pero no era el de mi teléfono. Era una llamada del Skype. Miré la pantalla de mi portátil. Era Andrea.

Abrí el programa, y apareció en el ordenador. Me quedé boquiabierto. Se había arreglado, y estaba muy guapa. Se había pintado los labios de rojo intenso, llevaba puesta una americana azul marino y se había recogido el pelo en un moño alto.

Se me caía la baba.

- Hola, princesa.

- Hola, ¿cómo estás? – el corazón se me aceleró cuando la oí hablar.

- Bien, muy bien. Iba a preguntarte lo mismo, pero ya veo que estás muy guapa.

Se rió de esa forma que me deshacía las piernas.

- ¿En serio crees que estoy guapa? ¡Gracias! Tengo una entrevista de trabajo ahora.

- ¿De verdad? ¿Para qué puesto?

Guardó silencio. Pestañeó un par de veces, y los pómulos se le mancharon de rímmel.

- Te lo dije ayer la última vez que hablamos – refunfuñó -. Para dependienta en una tienda ropa.

¿La última vez? Ah, el día que Ryan me contó lo de Mina y Kim. Mientras hablaba por teléfono con ella, estuve mandándome mensajes con él a raíz del café al que me iba a invitar. Probablemente me lo contó y yo no la escuché.

Me inventé una excusa rápida para que no se enfadara.

- Es verdad, perdona. Es que estamos estudiando y tengo la cabeza embotada.

- ¿Estáis? ¿Quién está contigo?

Vi por el rabillo del ojo que Ryan me hacía señas para que no le dijera que estaba conmigo. Levanté una ceja y le ignoré.

- Ryan.

Su voz tomó cierto deje de aburrimiento.

- Ah, el chico del que tanto hablas.

Lo dijo como si realmente me pasara horas y horas hablando de Ryan. Qué exagerada.

- ¿Quieres que os presente?

Ryan hizo un aspaviento y negó con la cabeza. Pero bueno, ¿a qué venía eso? Ella, sin embargó, se limitó a encogerse de hombros.

- Bueno.

Le pedí a Ryan que se acercara al ordenador, y aunque me rogó que no lo hiciera, acabé convenciéndole. Él puso los ojos en blanco y se colocó a mi lado, frente a la webcam.

- Hola, Ryan. Me alegro de conocerte – musitó Andrea.

- Lo mismo digo – percibí que no la estaba mirando a los ojos, sino que tenía la mirada fija en algo a su izquierda -. TJ me habla mucho de ti.

- De ti también me ha hablado un par de veces – su sarcasmo dolió.

Definitivamente me había perdido algo. La situación se había vuelto hostil de repente. ¿Por qué tenía la sensación de que Andrea y Ryan no se soportaban, sin ni siquiera conocerse?

Giré el portátil hacia mí, alejando a Ryan del ángulo de visión. Andrea comenzó a divagar.

- Quizás me he pasado un poco. Mi madre me dijo que debía causar buena impresión en la entrevista, pero a lo mejor me he vestido demasiado formal. ¿Tú qué piensas?

- No sé, estás bien – en realidad no tenía ni idea.

- La cita es a las doce. Aún tengo tiempo de probarme algunos conjuntos. ¿Te importa decirme cuál crees que es el más adecuado?

Tragué saliva.

- Mira, Annie, la verdad es que ahora estamos un poco ocupados. Tenemos que entregar estos ejercicios el lunes, y vamos un poco apurados de tiempo.

En su cara pude ver que no se esperaba mi respuesta. Permaneció inexpresiva unos segundos, y luego balbuceó, buscando las palabras.

- Bueno… vale. En ese caso, hablaremos esta tarde, cuando vuelva de la entrevista…

- Esta tarde – la interrumpí – voy a salir con Ryan y con los chicos. No voy a estar en casa. ¿Lo dejamos para otro momento?

Debí haber mentido. Podría haber colado si me hubiese inventado una excusa más o menos coherente. Con lo que le dije, conseguí que se encendiera como un mechero.

- Mira, si estás tan ocupado, te vas a la mierda, ¿vale? – escupió, apretando los dientes, y cortó la conexión.

Me quedé mirando la pantalla en negro como un imbécil esperando a que volviera a llamarme, pero no lo hizo. La llamé yo, pero no contestó. Empecé a ponerme nervioso, y la llamé al móvil, pero tampoco lo cogió.

Admito que Andrea y yo discutíamos algunas veces, pero ésta me parecía la mayor estupidez por la que se había cabreado. Pero, al fin y al cabo, había sido culpa mía, y si no lo arreglaba pronto, iba a ser peor.

Ryan me sujetó la mano que sostenía el teléfono.

- Si fuera tú, intentaría llamarla más tarde. Ahora estará mosqueada y no querrá hablar contigo.

Suspiré. Tenía toda la razón. Dejé el móvil sobre la mesa y, resignado, volví a los deberes de francés. No sin antes darme cuenta de que la boca de Ryan se había torcido en una inexplicable sonrisa de satisfacción.


Cuando llegamos me di cuenta de que, desde que llegué a Reed River, no había pisado el parque ni una sola vez, y eso que, cuando mi padre me traía al pueblo, me pasaba la mitad del fin de semana allí. De hecho, sólo tenía dos rutas: de casa al parque, y del parque a casa. Normalmente, cuando eres niño, las cosas te parecen gigantescas y espectaculares, pero en este caso, me pareció que el parque era más grande y más bonito de lo que recordaba.

Todo el espacio era verde, desde las largas explanadas de césped perfectamente cuidado hasta las hileras de pinos que recorrían todo el perímetro. Cerca de los bosquecillos había un camino de tierra que rodeaba todo el parque y por el cual los vecinos paseaban a sus perros, montaban en bicicleta o descansaban en un banco leyendo el periódico.  En medio del campo de césped se alzaba una coqueta fuente de piedra amarillenta en la cual se unían todos los senderos de tierra; y al sur, justo al lado de la verja de metal que rodeaba el lugar, habían instalado columpios y toboganes en los que una veintena de niños gritones correteaban y pateaban un balón.

Ryan y yo habíamos llegado los primeros y nos sentamos en uno de los bancos del paseo entre la zona de juegos y la fuente. La tarde se quedó bastante fría, e íbamos bastante abrigados. Él, con un abrigo marrón chocolate y una bufanda, y yo, con la sudadera más gruesa que tenía en el armario. Llamé a Andrea un par de veces más, pero, por supuesto, no atendió mis llamadas. Decidí entonces, un poco cansado, que volvería a probar a eso de las ocho, cuando ya se hubiera relajado después de ducharse y cenar.

Estaba entretenido observando a los niños saltar de un lado a otro cuando Ryan hizo una confesión.

- En realidad hace muchísimo tiempo que no vengo por aquí un sábado. Estoy un poco nervioso.

- ¿Nervioso por qué?

- No lo sé. Me da palo pensar que algo ha podido cambiar – reconoció -. Mi madre solía traerme casi todos los fines de semana. Me lo pasaba en grande.

¿Casi todos los fines de semana? Yo iba todos los fines de semana. ¿Cómo es que no me acordaba de él? Seguro que, cuando pequeño, Ryan era un niño muy mono. Probablemente lo recordaría.

- ¿Tú te acuerdas de verme por aquí? – pensé rápido.

Pestañeó un par de veces, buscando la lógica de la pregunta antes de contestar.

- Claro que sí. Eras la versión infantil del señor Jameson, el que siempre traía el balón. Por eso no me costó asociarte cuando en el instituto me dijiste que cómo te llamabas.

Me ruboricé, y sin darme cuenta, me rasqué la mejilla, tal y como hacía mi padre. Enseguida me metí las manos en los bolsillos de la sudadera.

- Por cierto, ¿tienes segundo nombre? – quiso saber.

- Esto... no. ¿Por?

- Es que llevo tiempo pensando en que es muy raro que alguien utilice las iniciales de su nombre y su apellido para abreviar su nombre. Normalmente se hace con los segundos nombres – le escudriñé con la mirada, y él agitó las manos a modo de disculpa -. ¡No quiero decir que sea hortera! Solamente es curiosidad.

- En mi grupo de amigos había dos Thomas. Thomas Wembley, y yo – expliqué -. A él lo llamábamos Tom a secas, porque TW sonaba fatal. Y, para no confundirnos, a mí me bautizaron como TJ.

Su mirada se volvió sombría, y pronunció las palabras en voz baja, muy despacio.

- ¿Los echas de menos?

Su pregunta no tenía ningún contexto, pero me atravesó el corazón como un puñal. Había tardado en apartar a los chicos de mi mente lo suficiente como para no extrañarlos, y hasta que él no los mencionó, había vivido bien en una especie de dulce olvido. Los recuerdos me vinieron de golpe.

No quería admitirlo delante de Ryan porque no quería que se sintiera menospreciado, pero no pude evitarlo. Mi cara lo decía todo.

- Bastante.

Me di cuenta al momento de que, una vez más, estaba regalándole a Ryan detalles sobre mi vida privada sin darme cuenta, y él, para variar, no soltaba prenda de los suyos. De hecho, no fue hasta ese momento que recordé que había mencionado a su madre, cosa que no hacía nunca, y que había cambiado de tema enseguida.

Algo dentro de mí empezó a sentirse incómodo. Podía ser reservado, sí. Podía no gustarle hablar de sí mismo, de acuerdo. Pero no era normal no compartir absolutamente nada sobre sus cosas con quien, se supone, era tu amigo. Porque lo éramos, ¿verdad? Llevaba demasiado tiempo repitiéndome a mí mismo que quizá no era asunto mío, y que no debía meterme en sus asuntos personales. Pero toda esa incertidumbre sobre su familia o sobre su pasado me estaba inquietando.

Y si éramos amigos, no estaba dispuesto a que no confiara en mí. Porque a lo mejor por eso no me contaba nada.

Eso era imposible. Si no confiara en mí, jamás me habría consolado como lo hizo en su cuarto de baño.

Así que, o le ponía las cosas claras ya, o iba a estar arrepintiéndome eternamente. Carraspeé y preparé las palabras.

- Ryan – se había distraído con un pajarillo que picoteaba el suelo delante de nosotros, y al escuchar su nombre, hundió sus ojos en los míos. Me incomodé aún más -, ¿tú conf…?

Un grupito de niños se había desplazado desde los columpios hasta el banco. Dos de ellos le daban codazos a una niña de rizos dorados que flanqueaba a la marabunta. Estaba encogida de hombros, escondiéndose detrás del balón de fútbol. Parecía una muñeca.

- Oye – susurró con una vocecita insegura -, ¿el señor Jameson es tu papá?

Ryan se llevó la mano a la boca para no reírse. Asentí a la chiquilla.

- ¿Sabes cuándo va a venir?

Qué rica. Le dediqué mi mejor sonrisa.

- Está a punto de llegar.

Me dio las gracias y echó a correr, pletórica. A medio camino, le dio una colleja a uno de los niños que la empujaba, y escuché algo como que la próxima vez no iba a preguntarme ella.

Casi inmediatamente aparecieron Simon y Harry, ambos con su chaqueta de los Baltimore Orioles. Se sentaron con nosotros mientras esperábamos. Obviamente, lo de dejarle claras las cosas a Ryan iba a tener que esperar hasta otro momento. Y esperaba que no fuera un momento muy lejano, o acabaría explotando.

Un rato después llegaron Mina y Kim. No sabía adónde mirar. Esta vez no había ninguna forma de evitar a ninguna de las dos, y el aire a mi alrededor se volvió pesado. Notaba que las dos tenían la vista clavada en mí, seguramente preguntándose por qué había estado evitándolas estos días. Si se los contara, lo más probable es que no lo entendieran. No podía soportar la idea de que fueran pareja. De que Mina, mi adorada Mina, fuera lesbiana.

Sin embargo, ninguna de las dos me dijo nada tampoco. Kim dejó se perforarme mentalmente al par de minutos. Mina, por su parte, no podía quitarme los ojos de encima. Y me atrevería a afirmar que no eran ojos enfadados, sino tristes.

Aunque yo ya no sabía qué pensar.

Quince minutos después, y por fin, llegó mi padre, e iba acompañado de Zack, el único que faltaba. Se encontrarían por el camino. Antes de que la melé de chavales histéricos rodearan a mi padre, nos saludó a todos con la mano.

- ¿Comisteis algo, chicos? – se dirigió a Ryan y a mí.

- No teníamos ganas de pedir nada, así que Ryan y yo hicimos unos macarrones con queso. Sobraron unos pocos para la cena.

- ¡Genial, me apetece pasta para cenar! – la niña de los rizos agarró a mi padre por el abrigo y tiró de él. Suspiró en una media sonrisa, y nos dijo -. Hablamos después, antes de que estos salvajes me asesinen. ¡Ya voy, niños, ya voy!

Se alejó con su corte mientras los padres iban acomodándose en los bancos cercanos.

- Tu padre mola un montón, TJ – Harry me dio un golpecito en el brazo.

Entre los chillidos de los niños y la ráfaga de viento que nos heló de repente, creí oír murmurar a Ryan algo como que tenía razón mientras se tapaba la boca con la bufanda y se hundía en el cuello de lana de su abrigo.

La verdad es que sí, mi padre molaba. Cuando lo vi ahí, corriendo con aquellos veinte niños, levantándolos por los aires y haciéndoles cosquillas protegiendo el balón de sus garras, me sentí muy orgulloso de él. No había dejado de ser un niño dentro del cuerpo de un adulto, y eso era algo que realmente admiraba. Lo admiraba porque sé que, por mucho que yo quisiera, era algo que probablemente yo no sería capaz de hacer nunca. Yo quería ir a la universidad, encontrar un buen trabajo en un hospital y vivir feliz con Andrea en un piso pequeño en algún otro estado. Dentro de esos planes, no había tiempo para ser niño. Y parecía que mi padre lo hacía por mí.

Los chiquillos tenían más energía de la que mi padre esperaba, y a la media hora de recorrer el campo de un lado al otro, empezó a luchar por no vomitar las entrañas. Los niños le zarandeaban y le pedían que corriera más rápido, pero ya no daba más de sí. Les dijo que seguirían con la segunda parte del partido de lo que él denominaba “la caza del balón”, que no era más que correr para quitarle el balón a quien lo tuviera en las manos, cuando él se tomara un respiro. Por supuesto, ellos se quejaron, y alguno se enfadó en serio. Algunos padres tuvieron que irrumpir en el terreno de juego a llevarse a sus hijos antes de que le arrancaran la ropa a mi padre.

Se acercó a nosotros y se sentó en la hierba, abriéndose los botones del abrigo y abanicándose con la mano.

- Si queréis que juegue con vosotros, os ruego que me deis cinco minutitos – la poca fuerza que le quedaba se le iba por la boca.

- No se preocupe, señor Jameson, nosotros solos nos bastamos para darle un espectáculo digno al público – anunció Harry con una enorme sonrisa.

- Como queráis. Yo… me quedo aquí, ¿vale?

- ¿Quiere ser nuestro árbitro, señor Jameson? – preguntó Kim.

- De acuerdo, os supervisaré.

Se incorporó y se sentó en el banco que acabábamos de abandonar. Como sabíamos que íbamos a sudar, los chicos nos quitamos las prendas de abrigo y nos quedamos con las camisetas. Mina y Kim decían que tenía demasiado frío.

Formamos dos equipos: Simon, Zack, Kim y yo, por un lado, y Ryan, Harry y Mina, por el otro. Nos dimos cuenta de que nos faltaba un octavo jugador. Harry se acercó a los que observaban cerca y preguntó si alguien quería unirse a nosotros. Entre un grupo de madres con carritos de bebé visualicé a una chica joven, menuda, con un enorme gorro de lana gris y unas gafas de sol que parecía no estar del todo convencida. Cuando por fin se decidió a levantar la mano, Harry ya estaba caminando de vuelta al césped junto con el encargado de los recreativos. Un chico majo, universitario. Habría sido genial que jugara con nosotros alguien de nuestra edad, pero, oh, por Dios, ¿cómo podría alguien de nuestro instituto caer tan bajo como para revolcarse en el césped como un animal? Por esa razón, no había nadie conocido aquella tarde en el parque.

Tal y como había dicho Harry, le dimos un gran espectáculo al público. Padres, madres, niños y abuelos nos vitoreaban y daban ánimos, y cada vez se les unía más gente: corredores de footing, ciclistas de paso, incluso algún que otro jardinero se les unió. Aquello era una verdadera fiesta.

No pensé que iba a tomármelo tan en serio, aunque creo que ninguno de nosotros lo había hecho. Antes de empezar decidimos que, en vez de limitarnos a lanzar el balón por los aires y correr unos detrás de los otros, estableceríamos dos límites, uno para cada equipo, que tendríamos que superar en carrera para marcar un punto. Eso nos hizo hervir el afán competitivo. Corrimos con todas nuestras ganas, nos abalanzamos unos sobre los otros tratando de hacernos con el balón, incluso yo llegué a placar a Harry alguna vez.

La mitad del partido la dominamos nosotros. Simon, Zack, Kim y yo nos pasábamos el balón constantemente, en pasos cortos, mareando al equipo contrario. Sin embargo, ellos no decaían en el intento. Esprintaban, bloqueaban nuestros pasos y metían el cuerpo en la trayectoria tratando de detenernos. La primera vez que consiguieron mantener la pelota en su poder durante un minuto, comenzaron a venirse arriba, y entonces empezó el juego de verdad.

Solamente tenía ojos para el balón y para los movimientos de mis compañeros y de los adversarios. Mi cerebro no era capaz de centrarse en otra cosa salvo que en correr, atrapar aquel balón de cuero, y por supuesto, controlar la respiración. Había empezado a sentir una pequeña presión en el pecho a causa de la falta de oxígeno, pero no tenía intención de detenerme. El sudor me pegaba el pelo a la frente y me pegaba la camiseta al cuerpo.

Aún con esas, me fijé en la velocidad de Mina. Nunca pensé que fuera tan rápida. Zigzagueaba entre los jugadores como una comadreja, y se hacía con la pelota sin demasiada dificultad. Tanto, que no tuve la oportunidad de cruzarme con ella. Y la verdad, era algo que no me apetecía demasiado.

También me sorprendió la fuerza con que Ryan lanzaba los balones largos. No destacaba por tener una musculatura de culturista, pero tampoco era excesivamente delgado. Para hacer esos pases de lado a lado del campo, eran necesarios unos brazos fuertes, y aunque no me había parado a mirarlos bien, los de Ryan no parecían gran cosa.

Iniciamos una jugada rápida en busca del siguiente tanto. Lancé el balón a Zack e hice señas a Simon para que bloqueara a Harry para garantizar nuestra posesión del cuero. Me eché a correr hacía la línea de gol, y por el rabillo del ojo vi que Zack emprendía la carrera en dirección contraria, y Mina le seguía. Hice un aspaviento y esprinté con todas mis fuerzas para alcanzarlos.

No lo había hecho en todo el partido, pero aproveché que no tenía a nadie presionándome y eché un vistazo al público. Estaban todos eufóricos. Algunas chicas mayores habían sacado pañuelos blancos y los ondeaban para darnos fuerzas. Me hinché. Cuando lo vives desde dentro, los sábados de fútbol dejan de ser una cosa de niños.

Entonces clavé la mirada en la chica del gorrito gris, medio escondida detrás de un arbusto de arándanos. Se había quitado las gafas de sol. Era Harriet. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿De verdad quería jugar con nosotros? ¡Si estaba medio escondida, no tenía ningún sentido que levantara la mano para unirse al juego!

No le oí aproximarse. Cuando miré al frente, ya lo tenía encima. Ryan había robado el balón y se había lanzado como un rayo en mi dirección. Chocamos de frente, y el golpe sonó como si se estrellaran dos rocas. Perdí el equilibrio, y caí de espaldas en peso. Él me siguió, y se desplomó sobre mí. El balón salió disparado en la colisión.

El aire a mi alrededor se volvió pesado y turbio. Un escalofrío me recorrió el cuerpo de punta a punta, y todas las terminaciones nerviosas de mi piel se erizaron. Sentía el pecho sudoroso de Ryan contra el mío. Sus músculos latían bajo la camiseta mojada, y eran duros y firmes, como una piedra. Su peso me aplastaba sobre el césped, y me costaba respirar.

Colocó las manos junto a mi cabeza y se irguió, dejándome espacio. Al hacerlo, su boca se acercó unos centímetros a la mía durante uno, quizás dos segundos, y dejó escapar una bocanada de aire. Su aliento me acarició los labios e hizo que pellizcara la hierba con los dedos. Observé sus brazos: estaban en tensión, y todas las líneas de sus músculos estaban perfectamente definidas. Eran tan fuertes como pensaba. Sentí una ligera presión en los pantalones.

Miré hacia arriba, y el corazón se me desbocó. Estaba cerca, muy cerca, y sus ojos, azules como el océano, se hundían en los míos. Susurró algo, pero estaba tan aturdido que no entendí lo que quería decirme. Sólo vi cómo sus labios carnosos se movían a cámara lenta, mientras el aro de metal que perforaba el inferior destelleaba.

Una voz lejana preguntó si nos encontrábamos bien. No sé por qué, pero asentí. Entonces Ryan relajó los hombros y giró sobre sí mismo hacia la derecha, quedando boca arriba a mi lado. Se echó a reír, y los que estaban a su alrededor también lo hicieron.

Yo no me reí. Aquello no era en absoluto divertido. No tenía ninguna gracia.

El chico de los recreativos me tendió la mano y me ayudó a incorporarme.

- ¿Estás bien? – preguntó -. Estás pálido.

Piensa en algo, rápido. Lo que sea.

-         Estoy mareado. Voy a sentarme un momento.

Sentí la mirada no sólo de los chicos, también del público, mientras me marchaba y me sentaba en el banco. A medio camino, mi padre se acercó con gesto preocupado, pero le dije que estaba bien. Respiré hondo un par de veces y hundí la cara en las manos, tratando de razonar objetivamente la situación. Seguramente había una explicación para lo que acababa de pasar.

Pero no había nada que explicar. Era absurdo, estúpido, y sobre todo, inexplicable. Ilógico y completamente incoherente.

Ryan había hecho que me excitara.

1 comentario:

  1. RIETSUKA BOOKMAN,

    Antes que nada muy buenas noches,quiero que sepas que está historia me tiene hablando solo, Ryan me tiene enamorado me encanta su forma de ser aunque personalmente me identifico más con Thomas.

    Solo quiero decirte que hoy mismo me leeré el siguiente capítulo esta misma noche si puedo y espero el el XIV como agua de mayo.

    Mis más sincera enhorabuena, sigue así.

    Saludos,

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